El surrealismo en el que estamos inmersos tiene su punto de arranque en la pérdida total de un concepto tan rotundo y necesario como el llamado «principio de autoridad». Los que ya tenemos unas cuantas décadas de vida cargadas a la espalda, sabemos de lo que hablamos porque hemos tenido la suerte de haber nacido y haber vivido en un verdadero estado de derecho, y digo más, en un estado de justicia social donde se respetaban las leyes y los descarriados delincuentes de guante blanco y los otros lo pasaban realmente muy mal.
En la época de los cuarenta se inició una empresa social que devolvería al ciudadano el sentido perdido por el tiempo inmediatamente pasado, en el que el hombre era una masa desorientada y anárquica, muy alejada del civismo y valores que, la mal llamada dictadura, que en realidad fue un gobierno autoritario, consiguió a base de educación y respeto a la ley. Porque, no nos podemos engañar a esta altura del desastre social y político que padecemos, sin respeto a la ley, y sobre todo, sin autoridad, no hay sociedad vertebrada, ni individuo protegido.
La democracia en tiempos de la antigua Grecia podría tener sentido. Los ciudadanos griegos tenían el derecho de voto restringido y basado en el concepto educacional y formativo de la llamada «paideia», que era el principio que facultaba a los atenienses, por ejemplo, a poder votar siempre que tuvieran una formación, o paideia, acreditada para poder llevar a cabo este acto ciudadano de votar.
El sufragio en España y a través de los partidos es participativo. Es un injusto «café para todos» que no entenderían los padres del invento. Es un engendro mentiroso de falsas promesas dirigidas a una sociedad ágrafa alimentada con la ausencia moral y educativa, que nos conduce a un relativismo perverso que nada tiene que ver con ese fundamento filosófico ateniense que proporcionaba una dinámica social nada extrapolable al concepto «moderno» de esta democracia, que es, como dijo Borges, un abuso de la estadística.
Ya mucho antes de la exacta definición de Borges, Napoleón dijo que el estado era un caballo al que había que sujetar fuerte de las riendas para evitar que se encabritara y eso tiene un nombre que es autoridad. Sin este insustituible precepto, los estados naufragan estrepitosamente.
Sin el respeto a la ley y al orden y sin el miedo del delincuente a la necesaria represión del propio estado refrendado por jueces y cuerpos de seguridad del mismo, todo está perdido y pasamos de la autoridad y la justicia al disparate y la anarquía.
El resultado de la falta de ese principio, principio que se vivió en nuestra patria desde el gobierno del generalísimo Franco hasta su muerte, con el posterior vergonzoso y cobarde desmantelamiento del régimen, nos ha traído hasta aquí, en una constante pesadilla. Sin autoridad no hay nada.
Partidos, ladrones, leyes disparatadas, aborto, eutanasia, leyes contra la familia y contra la propia naturaleza. Leyes contra Dios. Sin autoridad, pasa esto.