El 21 de mayo de 2013, acudí a la casa de Pablo Castellano en la madrileña calle de Fernando VI para entrevistarle acerca de los movimientos políticos previos a la aprobación de la maleable Constitución de 1978.

Durante su torrencial intervención, don Pablo se retrotrajo al mundo libertario al que perteneció en su juventud, antes de entrar en las pugnas que caracterizaron la configuración del partido hegemónico de esa democracia que «nos hemos dado», fórmula que recuerda la murga lotera del 22 de diciembre, cuando se subraya que el premio ha estado «muy repartido». Dos ejemplos de democracia, de reparto de premios. También de culpas.

Entre recuerdos de la prisión de Burgos, el penal al que se llamó universidad, en el que, entre otros, estuvieron presos el comunista José María Laso Prieto y el socialista Enrique Múgica, Castellano habló de una suerte de polígono de fuerzas sindical configurado por organizaciones como el sindicato de panaderos de Madrid, el de las artes blancas o gráficas, que remite al Pablo Iglesias fundacional, e incluso, subrayando su componente poético, del sindicato de tracción de sangre, es decir, el de cocheros, que mantenía tan arcaica denominación.

Don Pablo se curtió en el mundo de la abogacía, al tiempo que se situaba en la órbita del PSOE de Rodolfo Llopis, pero también en la de la UGT que sirvió de trampolín a Felipe González, del que hoy reniegan muchos socialistas, no así Aznar.

Viene todo esto a cuento, por las palabras que Abascal pronunció el pasado fin de semana, durante el acto en el que Rodrigo Alonso, secretario general del sindicato Solidaridad, cedió su puesto a Jordi de la Fuente, concejal de VOX en Sant Adrián del Besós. En su intervención, el de Elorrio recordó que la UGT y CCOO han recibido 380 millones de dinero público en cuatro años. La enorme cifra acciona un automatismo: ambas centrales pueden caracterizarse, por su dependencia económica de «lo público», de verticales.

El texto constitucional nada dice de prebendas económicas. Aunque se reconoce el derecho a sindicarse, también se dice que nadie puede ser obligado a afiliarse a un sindicato. Sin embargo, el dinero que reciben los sindicatos citados procede, en efecto, de «lo público», por lo que la sindicación se lleva a cabo «democráticamente». En definitiva, el españolito que al mundo viene está destinado a financiar tanto a sindicatos como a empresarios.

La caricatura grosera podría justificar a estos últimos, aficionados al dinero, obstáculo, cuando no directamente explotador, de la clase obrera. Sin embargo, las contradicciones se agolpan en el lado obrerista. En efecto, los documentos emitidos por UGT y CCOO están repletos de alusiones a la clase universal llamada a hacer la revolución siempre pendiente, siempre truncada por hombres que fuman puros y coronan sus testas con sombreros de copa.

Sin embargo, este burdo señuelo se desvanece cuando se analiza en profundidad el proceder de los sindicatos más subvencionados, a menudo puras correas de transmisión de los partidos de la izquierda. Cómo explicar si no, que Álvarez asuma las aspiraciones políticas de Puigdemont: la secesión de un territorio que fragmentaría aún más a los parias de la tierra, pero también a los que se nutren de crustáceos.

Los sindicatos, huelga decirlo, deben autofinanciarse con las insobornables cuotas de sus afiliados, no estar al servicio de un poder, en este caso, el ostentado por un Gobierno que trabaja denodadamente en establecer diferencias entre españoles, trabajadores o no.

De lo contrario, los años del sanchismo lo demuestran, toda su parafernalia no es más el atrezo con el que salen a las calles cuando peligra la viabilidad de sus estructuras.

Iván Vélez (La Gaceta)

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Última Actualización: 17/03/2025

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