Tres años han pasado ya (este martes, aniversario oficial) desde que Pedro Sánchez se asomara a los hogares de una España noqueada por la entonces desconocidísima enfermedad llegada de China que había puesto patas arriba la «normalidad».
Tres años que hoy parecen un mundo y que dicen mucho de la asombrosa capacidad que el ser humano tiene para tomar lo malo, lo que duele y entristece, y enviarlo a un oscuro baúl mental que, si bien existe, permanece convenientemente cerrado, apartado de los nuevos recuerdos ya felices y de las alegres realidades.
Pero, y quizá contraviniendo la lógica psiquiátrica elemental, a las puertas de este pandémico aniversario parece necesario abrir el baúl, hacer memoria y recordar algunas de las más tristes realidades por las que transitábamos atónitos y peligrosamente dóciles hace menos años de los que tardará en volver el Mundial de fútbol.
14 de marzo de 2020. Declaración institucional y, de golpe, una España sumida en el célebre y triste estado de alarma. Como ya se ha dicho, una España atónita, como el boxeador recién noqueado que trata de entender, tumbado en el cuadrilátero, dónde está y qué acaba de pasar. Una España que ha visto en las noticias imágenes impensables de la China enferma de covid y que empieza a intuir que lo que viene es mucho más que aquel «dos o tres casos aislados» del imprudente Fernando Simón.
14 de marzo y una especie de lobotomía conjunta que nos dejó a los españolitos encerrados en casa. Se nos dijo cuándo trabajar y cuándo no; se nos dividió en trabajadores esenciales y no esenciales. Se nos dijo cuándo salir a comprar y hasta cuánto comprar, que el desabastecimiento amenazaba la santa libertad de llevar a casa dos «sanitoles» para hacer frente a la pesadilla aséptica en la que nos habían incitado a vivir.
Después de encerrarnos nos dieron permiso para salir, pero nos dijeron cuándo -la hora más feliz del día, mi «franja horaria de paseo»-, para qué -actividades deportivas sí, de ocio no- y con cuántos. Primero solos, luego en burbujas, pero no muy grandes… (hubo familias numerosas paseando en grupos para no incumplir las normas). Los de más acusado sentido del humor salían a pasear perros de peluche, porque en la España pandémica el propietario de un can disfrutó de las aceras y los parques como no lo hicieron los niños.
Avanzando el tiempo, la magnanimidad oficial nos permitió visitar a los nuestros, y dejamos de depender de un recado en la farmacia y de la cesta de la compra para ver a padres o abuelos. Y nos dejaron incluso salir a cenar -la ampliación de aforo en exteriores nos hizo sentirnos más libres que a los de mayo del 68-, pero con turnos y hora de vuelta.
Pero si algo no podemos dejar olvidado en el baúl; si sobre algo hay que detenerse en este año 3 d. A. (después de alarma) es sobre lo del Gobierno y los muertos. El poder político, decreto de alarma en mano, irrumpió en algo tan esencial en nuestras vidas como es la última despedida a los seres queridos. Decreto en mano asestó una puñalada en la herida de la pérdida y obligó a incorporar, al rito del último adiós, el macabro sorteo de asistentes: tres por muerto.
«Medidas excepcionales en relación con velatorios y ceremonias fúnebres para limitar la propagación y el contagio por el Covid-19», se llamaba el texto que propició la ausencia de la que se duelen hoy miles de familias. Velatorios prohibidos, nada de funerales y «comitiva para el enterramiento o despedida para cremación restringida a un máximo de tres familiares o allegados». Tres por muerto.
Lo peor de este repaso -y quizá lo único por lo que merezca la pena abrir el baúl- no es comprobar cómo el paso del tiempo demostró que las familias -grandes o pequeñas- no tenían motivo alguno para pasear separadas o que la hora hasta la que se prolongara una cena no iba a favorecer ni evitar ningún contagio.
Lo peor no es confirmar que no hay criterio médico capaz de defender que un niño paseando con sus padres por la calle era más «peligroso» que un caniche con su dueño, ni que salir de casa por turnos tuvo algún sentido más allá de recordarnos a todos nuestra fecha de nacimiento.
Lo peor, con mucho, es saber -y haber sabido desde el principio- que mientras unos señores sentados en el Consejo de Ministros decidían que usted, usted y usted no acudirían al entierro de su abuela, su tío, su primo o su amigo del alma, en los platós de televisión un presentador sin mascarilla, rodeado de al menos cuatro contertulios, varios técnicos de luz y sonido, tres o cuatro redactores y algún que otro grafista le decía, con voz condescendiente, que su ausencia en el entierro era para «salir más fuertes».
¿Por qué no gritamos entonces que siguiendo la lógica más elemental si había una manera «segura» de hacer la bazofia de Sálvame, debía haberla también de asistir a un entierro? ¿Por qué asumimos más o menos dócilmente, mansamente, que la arbitrariedad de los políticos nos arrebatara un adiós imposible de recuperar? ¿Por qué aceptamos con enfado privado lo que debió ser un clamor público?
Quizá respondernos a esto sea lo más importante que podamos hacer para la siguiente pandemia. Vacunarnos, sí, pero contra el acreditado grado de domesticación que -y ya me duele decirlo- hemos demostrado.
Rosa Cuervas-Mons (Gaceta.es)