Me encanta Tailandia (para ser exactos, Bangkok), pero ahora mismo aborrezco ese «Shangri-La» que descubrieron los americanos en sus permisos durante la guerra del Vietnam. El motivo sólo tiene un nombre, el de ese chico esposado que se ha instalado en nuestras vidas con bañador, gafitas de sol y gorra de camionero de Kansas.
Ni «Netflix» lo vomitará mejor cuando, dentro de no mucho, nos cuente el caso del surfista destripador con todo tipo de sórdidos detalles. A la policía sólo le falto reconstruir los hechos con música de los «Beach Boys» de fondo mientras la melena del asesino era mecida por los vientos del Sudeste Asiático. Flipo y me dan ganas de abofetear al chaval; al chaval y a los «periodistas» que tratan de blanquearle y de buscar circunstancias atenuantes a su barbarie.
Más allá de la basura en la que escarban día tras día las cadenas de televisión siguiendo al dictado la política de pan y circo, el caso me ha dejado completamente aturdido, pues veo en el crimen un mundo fallido en el que demasiada gente (y gente joven) ya no es capaz de discernir entre el bien y el mal, y, como en este horror, ni siquiera de medir las consecuencias.
Ver al niñato —al que algunos se empeñan en llamar «empresario»— paseando como si tal cosa por los lugares del crimen me hiela la sangre y me pregunto qué puede tener (quiero decir no tener) en la cabeza y en el alma para una vez cometida semejante brutalidad, comportarse con tamaña indiferencia.
Algún imbécil hablará de estrés postraumático y de lo mucho que le hizo sufrir su víctima, el pobre colombiano ahora convertido en amigo de narcotraficantes y sicarios según la prensa basura.
Nadie parece preguntarse qué puede llevar a un guaperas de casi treinta añazos, que lo ha tenido todo —empezando por un padre famoso que siempre ha sido un ejemplo de discreción— no tanto a cometer el asesinato como a comportarse acto seguido como un Brad Pitt patrocinado por «Vilebrequin».