Antes solía decirse que la felicidad consistía en vivir en un país sin abogados; ahora debemos añadir que también en un país sin capitalsocialistas. Nuestros gobernantes y sus amos son como los mares tenebrosos: enemigos de la quietud, verdugos de vivos y despreciadores o exhumadores de muertos. Son más falsos que la seca, que está en la ingle y escupe en la axila.
Es imposible igualar a un socialcomunista y a sus cómplices a la hora de fabricar una mentira, una perversión, un crimen. ¡Qué facilidad para todo lo dañino les concede su carencia de escrúpulos! ¡Qué habilidad dialéctica, qué capacidad demagógica para cualquier perversión!
No obstante lo anterior, el español de a pie, futuro mendigo feliz, según le está profetizado, aún cree vivir, según parece, en el mejor de los mundos, y que las carestías y prohibiciones, las enfermedades y muertes no fueron escritas en las satánicas agendas, sino previstas fatalmente por la Providencia o provocadas por Franco, o por los franquistas, los fachas, los negacionistas o los que se niegan a inyectarse enigmáticas vacunas, que ni vacunan ni sanean los espíritus, sólo envenenan o directamente matan.
Y, acostumbrado a vivir en medio de la basura moral y la mentira, ese español de a pie sigue tirando, convencido por los doctrinarios y demonizadores, dispuesto a crucificar al vecino enemigo, porque así lo han dispuesto los amos y sus esbirros. Todo menos apagar las televisiones, cuestionar al poder, inquirir antes de dejarse convencer por quienes nos han traído hasta el lodazal.
Todo menos comprobar por sí mismo que está metido en el cieno hasta los ojos. Todo menos asumir que lo que uno no lo sabe por sí, no lo sabe; que lo prudente es repasar la cuenta que tiene que pagar, apuntar con el dedo a cada cosa y preguntar: «¿y esto, por qué?».
Pero ni pregunta por las desgracias que le cobran, ni siquiera se siente cautivo de estos corsarios postmodernos. En su desaliño ético, en su ignorante rutina y en su insensibilidad suicida no comprende que, aunque aún sobrevive al pautado genocidio en marcha, es un ser jurídicamente muerto y lo será mientras no se rebele contra el indefinido cautiverio que le han impuesto aquellos que se dignan pensar y decidir por él.
Pues la honra, el título y la atribución que el derecho de los nuevos demiurgos da a un esclavo es declararle no más que un cuerpo muerto, un sin ser, la misma nada, como si no fuera en el mundo.
El español de a pie no es capaz de considerar que estos doctos teólogos de Satán que se han erigido en amos suyos, pueden hacer con él lo mismo que con sus perros o caballos, alienándolo como a cualquier cosa suya propia. Porque los cautivos, más desamparados aún que los siervos, que no se pueden alienar de su tierra, son bienes muebles o semovientes, susceptibles de ser cifrados, vacunados y enajenados por venta o donación.
El español de a pie no es capaz de entender que su estado actual, que es el de cautivo o esclavo, nace de la conmutación de la pena de muerte que el vencedor aplica al vencido. Que, como estos otanistas y sus aliados vienen demostrando y escribiendo para la historia mediante sus guerras, sean estas de desgaste, psicológicas, químicas, santas, religiosas, frías, civiles, abiertas, de nervios o de falsa bandera, el vencedor de una guerra tiene el derecho de matar al enemigo vencido o perdonarle la vida tomándole preso. Y vacunándole.
Esta idea, que es la que se trasluce cuando la plutocracia globalista impone sus ilícitas agendas, el español de a pie aún no la ha sabido o querido percibir. No entiende que el envite ha llegado al punto álgido, que está próximo el jaque mate, que son ellos o nosotros; ni entiende que ellos, que, mediante los terrorismos proyectados en las cuevas de sus sectarios conciliábulos ya han degollado a millones de personas, están dispuestos también a degollar a millones de cautivos.
Porque la hambrienta y despiadada guerra, la guerra sangrienta en cualquiera de sus clases, es para ellos la forma más rápida de acabar con el excedente de carne humana que aún guardan viva en sus prisiones globalistas. En sus futuras ciudades de «quince minutos».
Mas el español de a pie nada sabe ni quiere saber de libertad; ignora que el hombre libre es aquél cuya conducta está guiada por la razón. Y nada quiere saber de esto porque ha vendido su patrimonio espiritual, y convertido la libertad en libertinaje y la democracia en corrupción, confundiendo la noción de progreso con la danza frívola en torno al becerro de oro. De ahí que la crisis que atraviesa la humanidad no sea sólo una crisis económica, política y social, sino, sobre todo, una crisis moral.
Dios hizo a los hombres iguales, pero no en los actos exteriores ni en la biología, sino sólo en la razón del alma, que es la que le distingue de los animales y le hace superior a ellos. Sin un proyecto elevado de vida, sin entender que tanto la generosidad del sacrificio como la felicidad de la rebelión son actitudes nobles y hermosas, nada vale la pena y todo termina mal.
El valor primordial del hombre es la libertad y todo lo que se consiga en la igualdad social debe apoyarse en esa premisa, porque desde el momento en que se trate de amordazar al ser humano para garantizarle un trozo de pan, el pan empieza a tener mal sabor. Pero, hoy, el español de a pie no es capaz de luchar por la libertad, pues no tiene alma de hombre, sino de esclavo.
Y los espíritus esclavos ignoran que la lucha por la libertad es la esencia de la misma libertad.
Jesús Aguilar Marina (ÑTV España)