Tal vez sean las dos décadas que van desde el 11 de marzo del 2004 hasta nuestros días las más tristes de toda la tristísima historia de la nefasta Transición. El terrible atentado conocido como la «matanza de Atocha» y los subsiguientes y abominables comportamientos del pueblo, votando inmediatamente después socialismo, y de los gobiernos de Zapatero y Sánchez, más los años protagonizados por el indigno Rajoy, han dejado el país en una situación absolutamente ruinosa en lo sociopolítico, en lo económico, en lo anímico y en lo moral.

Es esta clase de gente, junto con sus cómplices, llegada a la política desde la codicia, la perversión, la flaqueza o la ociosidad más deleznables, dispuesta a aprovecharse del común «en nombre» del común, manejada y apacentada por el capital-socialismo y el ultraizquierdismo más rancios y casposos, la que ha condenado a España a las tenebrosas galeras.

Pero precisamente ahora, cuando estamos a unos pocos días de tocar fondo por culpa de un nuevo y tal vez definitivo golpe de Estado perpetrado desde el propio Gobierno, debe ser el momento de que aparezcan los precursores que han de poner las bases de la futura recuperación de España. ¿Quién o quiénes cogerán el testigo para iniciar una regeneración sustentada en la dinastía de la excelencia y en la firme certidumbre de alcanzar, desde la férrea unidad, unos objetivos nuevos y fructuosos?

De momento, puedo decir con absoluta satisfacción que el arranque del discurso de Abascal, hoy, en el Congreso, ha sido espectacular. Tanto su tono de voz, como su gesto, como sus palabras del inicio han reflejado a la perfección la gravedad del momento y han dejado el hemiciclo sumido en un silencio estremecedor.

Abascal ha expresado lo evidente: si el Parlamento consuma la ilegalidad propuesta por Sánchez y por el socialismo, España se convierte automáticamente, por culpa de los criminales, en un Estado abierto y entregado a la delincuencia y a la anarquía. Y los representantes actuales del pueblo, salvo VOX, que ha dicho lo que nadie se ha atrevido a decir en muchos años, serán los culpables.

Lo que no cabe duda es que, hasta que se perfile esa o esas figuras destinadas a coger el testigo de la regeneración, este debe ser el momento de que la minoría crítica que colma las calles reivindique una patria en libertad, y con ello salve al pueblo, incluso de sí mismo.

Un pueblo que, impulsado por esa minoría crítica, debe luchar sobre todo por la justicia, pues si una comunidad consigue el reinado de lo justo y la condena de lo injusto, todo lo demás se le ha de dar por añadidura. Por eso tiene que ponerse en compacta marcha y no detenerse hasta ver entre rejas a todos los delincuentes que le han humillado y depredado durante casi cincuenta años.

Si aún queda alguna esperanza depositada en la multitud, ésta debe de ser, por fin, la hora del pueblo. La hora de poner a las instituciones en su sitio, reprochándoles su omisión en la responsabilidad contraída y exigiéndoles a cada una de ellas el cumplimiento de sus obligaciones y promesas, esos deberes que hasta ahora no han querido ni sabido ejecutar.

La hora de un pueblo digno que, impelido por la masa crítica, no busque ni necesite la conmiseración, porque tiene asumido que las espinas que ahora está recogiendo son de los árboles que él mismo plantó. Esas espinas le han herido y le siguen hiriendo; y sangra. Pero en su lucha contra la tiranía del sátrapa y de sus protectores y palmeros, la sangre le ha de dar convicción y fuerza para reconocer que pecó en su día por no prevenir qué fruto había de brotar de tal semilla.

Lo evidente es que todos los españoles de bien se hallan invadidos por la indignación, la vergüenza y algo parecido a la impotencia cívica cuando observan la actitud de los criminales y, junto a ellos, bendiciéndolos con su complicidad, de todos aquellos que tratan de hacer pasar la dejadez por cautela, de confundir los principios con la estupefacción, de argumentar que «estábamos peor en el 36», de quienes tildaron cualquier llamada a la reflexión de sermoneo intransigente, e incluso de quienes cínicamente izan su equidistancia o, aparentando condescendencia, enarbolan su desconocimiento o su tolerancia como inocencia e ingenuidad.

Harto de todos ellos está un porcentaje de españoles que, por desgracia, aún no es lo bastante alto ni sabio como para ganar por mayoría absoluta unas elecciones, si pudiera formar candidatura la masa de sentido común y conciencia responsable que anida en el conjunto de esta ciudadanía de espíritu libre, maltratada por quienes tienen la insolencia de pretender representarlas. Pero todo se andará, si no decae el impulso de rebeldía y se sigue alimentando el desafío contra el crimen y a favor del fin regenerativo.

Porque resulta penoso ver nuestra actualidad sometida por un grupo de dirigentes políticos actuando al margen del interés general de España. Es penoso ver cómo se estrella contra las paredes de su monumental sordera tanto clamor por obtener esperanzas de estabilidad, reforma y justicia para un pueblo humillado y depredado. Pero, llegados aquí, es necesario subrayar que, cuando la necesidad pública es tan grande como la que en esta hora envuelve a los españoles, no existe ley capaz de impedir el valerse de todos los medios posibles para su alivio y conservación. Porque la suprema ley es la salud -económica, social, física y moral- de la patria, del pueblo libre.

Ojalá que tal pueblo libre, testigo silencioso reducido a la impotencia durante la nefasta Transición, representado ahora por una aún minoritaria masa crítica, decida al fin participar en la tragedia, para suprimirla, con el papel de actor principal, que es el que por ley natural le corresponde.

Está por ver hasta dónde va a llevar su reacción, y cuánto abarcará su rebeldía; si volverá pronto a amodorrarse o si ya no parará hasta meter en el horno a los diantres que le han depredado y degradado. Pero lo que está fuera de toda duda es que, sin la participación directa del pueblo en el juego político, falta un elemento clave en el desarrollo y florecimiento de la nación, es decir, en la lucha permanente que tiene lugar entre todo gobierno democrático y la tendencia autocrática de las oligarquías y sus esbirros.

Por eso conviene conservar la esperanza, porque si no esperas, como escribió Heráclito hace ya veinticinco siglos, no hallarás lo inesperado, que está sellado y es impenetrable. Esperar que el pueblo, al fin, sienta horror por quienes han frustrado la historia contemporánea de su patria, esos que no se avergüenzan del robo y se alaban del crimen, y no se detenga hasta verlos juzgados y condenados.

Pues cuando los males han llegado al último estado, ya se les pierde el temor y su misma gravedad influye ánimo y convicción. Esperanza en una rebeldía decidida a resistir hasta las últimas consecuencias, consciente de que, no sólo las amnistías, sino cualquier concesión a los grandes traidores y delincuentes sólo puede aceptarlas una ciudadanía vil y suicida y un Estado en absoluta descomposición.

Jesús Aguilar Marina (ÑTV España)

Categorizado en:

Política,

Última Actualización: 13/06/2024

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