De toda la vida de Dios , o sea, desde siempre, ha existido un grupo de seres singulares llamados a triunfar por sus propios  méritos o cualidades innatas. El que era guapo era guapo, el listo, listo, el seductor causaba estragos, el atleta batía records, el artista cautivaba al público, el buen escritor pasaba hambre, pero le consolaban los elogios, y los pensadores buscaban casarse con una rica de familia que les mantuviese.

El resto era puro pueblo, gente sin posibles y algunos avispados que lampaban sin certeza pero con esperanza. La competición era individual, de dudoso éxito para los osados con base incierta, y necesaria para poder sonar.

En este siglo, del que han pasado solo 24 años y dos meses, el triunfo se ha convertido en un producto de mercadillo y los responsables de este deterioro de la excelencia son los que nunca habrían llegado a nada…salvo a la política, desde dónde han prefabricado una sociedad empobrecida, inculta, gregaria, odiadora y sin pensamiento propio e individualizado.

La cultura la representan hoy las cuotas: es decir, la nada, o la casi nada, porque el conocimiento o la experiencia que se adquiere con la tozudez por aprender y el mérito de lograrlo,  no cotiza como valor individual en esta sociedad.

 Puntúa más cualquier singularidad personal o grupal, étnica o sexual, auto perceptiva o psicológica, política o de militancia social, que el mérito de la soledad frente al infinito, porque la única forma de derrotar a la excelencia es crear una clase mediocre que imponga normas restrictivas a quienes se atreven a competir.

El triunfo individual procura ser discreto para no llamar la atención de los gestores de la mediocridad política y economía.

Ayer mientras escuchaba una entrevista que el “peligroso” Iker Jiménez le hacía en su programa “Quinto milenio” a Antonio Banderas, me quedé con una frase del actor español que dijo “no hay que tenerle miedo a la derrota porque lo inteligente es vivir contemplando esa opción por mucho éxito que te haya precedido”

Tener miedo a la derrota es patológico. Saber perder cuando llega el fracaso es una prueba de inteligencia porque ésa es la rutina de los verdaderos líderes.

Hoy, como Diógenes, hay que buscar con un candil no ya a un hombre  que sea honesto, sino que no se confunda  con los sirvientes del poder y que sea valiente frente a la derrota para volverlo a intentar.

Diego Armario

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Humanidad,

Última Actualización: 20/02/2025

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