La investidura de Salvador Illa como presidente de la Generalitat ha sido presentada por el aparato de propaganda del PSOE como una nueva etapa que pone fin al proceso independentista.

Titulares de la prensa afín y afirmaciones de portavoces dan por hecha la inauguración de una época idílica de estabilidad alejada de las pulsiones separatistas.

Tales mensajes son, realmente, una exhibición de impotencia y voluntarismo ante el hecho irrefutable de que Illa ha conseguido la investidura tras aceptar un programa soberanista dictado por ERC, aunque fácilmente digerido por el socialismo catalán.

Illa no representa ninguna novedad alternativa al soberanismo separatista. Es evidente que los partidos nacionalistas no tienen hoy capacidad para montar otro ‘procés’ como los de 2014 y 2017, pero eso no significa que su apoyo a Illa sea una renuncia a nuevos intentos de ruptura. Sólo es una oportunidad para el repliegue y el rearme político.

Pero para que no haya duda sobre la dinámica que se avecina, el nuevo presidente catalán ha asumido el lenguaje soberanista sobre la nación catalana y la España plurinacional. Lo segundo es constitucionalmente falso y lo primero solo admite, según el TC, una interpretación meramente social o cultural. Lo de la «Europa federal», que también repite continuamente Illa, apenas provoca hilaridad en Bruselas.

El acuerdo entre PSC y ERC sobre un concierto económico, la inmersión lingüística y la red diplomática propia no proyecta un futuro de lealtad constitucional con el resto de España, ni de estabilidad en el seno del Estado.

Que un socialista defienda tales compromisos no los convierte en menos lesivos para España que si los defendiera un separatista. Por el contrario, los agrava, porque implican la adhesión del socialismo a unos postulados inconciliables con sus premisas igualitaristas y con los fundamentos del orden constitucional de 1978.

No hay motivo para las sorpresas. El proceso separatista que ahora dan por cancelado los socialistas con su acuerdo con ERC, empezó con otro acuerdo, el del Tinell, entre socialistas y republicanos, entre Maragall y Carod-Rovira, en 2003.
Fueron los socialistas los que impulsaron entonces, sin demanda del nacionalismo convergente, un Estatuto soberanista de corte confederal, luego recortado discretamente por el TC en sus aspectos más groseramente inconstitucionales, con un mensaje nítido: no hay más nación soberana que la española y ningún Estatuto de autonomía escapa a la sumisión a la Constitución.

Illa es una versión blanda del maragallismo, pero con un gobierno más débil, con menos apoyo parlamentario que el de 2003, y con una poderosa presencia de lo que podría resumirse como derecha españolista.

Se beneficia de la comparación con sus predecesores separatistas, Torra y Puigdemont, pero la realidad se impone al espejismo. Illa es un presidente sin margen de decisión, atado por partida doble a las necesidades de Sánchez en Madrid –lo que exige condonar las tropelías a Puigdemont– y a las demandas de ERC.

En estas condiciones, Illa representa la vieja novedad del socialismo catalán en los últimos veinte años, con el breve paréntesis del apoyo –a regañadientes– al 155 impulsado por el Gobierno de Rajoy. El PSC nunca ha aprovechado la debilidad del nacionalismo para combatirlo, sino para sustituirlo con estrategias menos burdas, pero no menos peligrosas.

Illa pide aplicar la amnistía confrontando con el Tribunal Supremo, avala a los Mossos sin criticar su connivencia con la fuga de Puigdemont, asume la inmersión lingüística como estrategia «nacional», disfraza de federalista una apuesta confederal y defiende un concierto económico de tufo decimonónico y predemocrático.

Illa encarna una novedad de segunda mano.

ABC

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Última Actualización: 16/08/2024

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